lunes, enero 02, 2006

XI


LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA

Sancho Panza, cosa de la que por cierto nunca se jactó, consiguió con el paso de los años, mediante el empleo, por la tarde y por la noche, de un buen número de novelas de caballería y ladrones, apartar de sí el demonio, al que más tarde daría el nombre de Don Quijote, que este representó, sin el menor recato, las acciones más alocadas, pero en ausencia de un predeterminado elemento que debía haber sido Sancho Panza, no dañaron a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, siguió serenamente, tal vez a causa de un cierto sentimiento de responsabilidad, a Don Quijote en sus correrías, de lo que obtuvo un gran y provechoso entretenimiento hasta su final.


EL SILENCIO DE LAS SIRENAS

Como prueba de que también medios insuficientes e incluso infantiles pueden contribuir a la salvación.
Para protegerse de las sirenas se taponó Ulises los oídos con cera y se dejó encadenar al mástil. Naturalmente, algo parecido pudieron haber hecho desde siempre todos los viajeros, menos aquellos a los que ya desde lejos seducían las sirenas; pero era conocido en todo el mundo, que era imposible que esto pudiera ayudar. El canto de las sirenas atravesaba todo, y la pasión de los seducidos hubiera hecho saltar algo más que cadenas y mástil. Pero en esto no pensó Ulises, a pesar de que posiblemente hubiera oído hablar de ello.
Confiaba plenamente en el puñado de cera y el manojo de cadenas, y con inocente alegría por sus pobres medios navegó hasta las sirenas.
Mas las sirenas tienen un arma mucho más terrible que su canto, esto es su silencio. Si bien no ha ocurrido, mas es tal vez imaginable, que alguien se hubiera salvado de su canto, es seguro que de su silencio no lo hubiera conseguido. A la sensación de haberlas vencido con sus propias fuerzas, y al orgullo que de esto nace y que todo lo arrastra, no puede resistirse nada terrestre.
Y efectivamente, las poderosas cantantes no cantaron cuando llegaba Ulises; pudiera ser que pensaran que a este adversario sólo podía afectarle el silencio; pudiera ser que el aspecto de felicidad de la cara de Ulises les hiciera olvidar todo canto.
Pero Ulises, por así decirlo, no oyó su silencio; creyó que ellas cantaban y que sólo él se libraba de oirlo. Primero vio fugazmente el giro de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, la boca entreabierta, pero creyó que esto pertenecía a las arias, que, no oídas por él se extinguían a su alrededor. Pero pronto resbaló todo sobre sus miradas dirigidas a la lejanía; ante su firmeza, las sirenas desaparecieron ceremoniosamente, y justo cuando más próximo a ellas estaba, ya no supo más de ellas.
Pero ellas -más bellas que nunca- se estiraban y volvían, dejaban flotar al viento sus sedosos cabellos y extendían sus garras sobre las rocas. Ya no querían seducir más, sólo querían atrapar el reflejo de los grandes ojos de Ulises tanto tiempo como fuera posible.
Si las sirenas tuvieran conciencia hubieran sido destruidas entonces. Mas como no es así, siguieron; tan sólo Ulises se les escapó.
Por cierto, a esto le fue añadido un apéndice. Se dice que Ulises era tan astuto, tan zorro, que incluso la propia Diosa de la Desgracia no pudo penetrar en su interior. Posiblemente éste se haya dado cuenta, si bien esto ya no puede ser comprendido por la inteligencia humana, de que las sirenas callaban y haya opuesto a éstas y a los dioses, hasta cierto punto, el mencionado procedimiento como escudo.


Franz Kafka