miércoles, marzo 22, 2006

El sermón del fuego

El pabellón del río está roto; los últimos dedos de las
hojas
se aferran y hunden en la mojada orilla. El viento
cruza la tierra parda, sin ser oído. Las ninfas se han
marchado.
Dulce Támesis, corre suavemente, hasta que acabe mi
canto.
El río no lleva botellas vacías, papeles de bocadillos,
pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas
ni otros testimonios de noche de verano.Las ninfas se
han marchado.
Y sus amigos, los ociosos herederos de consejeros de
la City;
se han marchado, sin dejar señas.
Junto a las aguas del Leman me senté a llorar...
Dulce Támesis, corre suavemente, hasta que acabe mi
canto.
Dulce Támesis, corre suavemente pues no hablo alto ni
largo.
Pero a mi espalda en la fría ráfaga escucho
el entrechocar de los huesos, y el risoteo extendido de
oreja a oreja.
Una rata se deslizó suavemente entre la vegetación
arrastrando su panza fangosa por la orilla
mientras yo pescaba en el turbio canal
un atardecer de invierno por detrás de los gasómetros
meditando sobre la ruina de mi hermano el rey
sobre la muerte de mi padre el rey antes de él.
Blancos cuerpos desnudos en el humedo terreno bajo
y huesos dispersos en una seca buhardilla baja,
entrechocados por la pata de la rata sólo, año tras año.
Pero a mi espalda de vez en cuando oigo
el ruido de bocinas y motores que ha de llevar
a Sweeney hacia Mrs. Porter en la primavera.
Ah la luna brillaba clara sobre Mrs. Porter
y sobre su hija
Se lavan en agua de seltz los pies.
Et O ces voix d´enfants, chantant dans la coupole!

Chuí chui chui
yag yag yag yag yag yag
tan rudamente forzada

Tereo

Cuidad irreal
bajo la niebla parda de un mediodía de invierno
el Sr. Eugenides el mercader de Esmirna
sin afeitar, con un bolsillo lleno de grosellas
a entregar en Londres: documentos a la vista,
me invitó en francés demótico
a almorzar en el Hotel de Cannon Street
seguido de un fin de semana en el Metropole.

A la hora violeta, cuando los ojos y la espalda
se vuelven hacia arriba desde el escritorio, cuando el mo-
tor humano espera

como un taxi que palpita esperando,

Yo Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos vidas,
anciano con arrugados pechos femeninos, veo
a la hora violeta, la hora del atardecer que se esfuerza
por volver a casa, y lleva al marinero de regreso al hogar.
La mecanógrafa en su casa a la hora del té, recoge lo del
desayuno, enciende
la estufa, y saca la comida en lata.
Fuera de la ventana están tendidas peligrosamente
sus combinaciones a secar tocadas por los últimos rayos
del sol,

sobre el diván se amontonan (de noche es su cama)
medias, pantunflas, fajas y cubrecorsés.
Yo, Tiresias, anciano de arrugados pezones,
percibí la escena y predije lo demás...
yo también aguardé al visitante esperando.
Él, el joven forunculoso, llega,
empleado en una pequeña agencia, con una sola mirada
atrevida,
uno de los modestos en que seguridad se asienta
como una chistera en un millonario de Bradford.
El momento es ahora propicio, según supone,
la cena ha terminado, ella está aburrida y cansada,
se esfuerza por hacerla entrar en caricias
que aún no son reprochadas, aunque no deseadas.
Sofocado y decidido, la ataca de una vez:
manos exploradoras que no encuentran defensa:
su vanidad no requiere respuesta.
y da la bienvenida a la indeferencia.
(Y yo Tiresias he sufrido por adelantado todo
lo realizado en éste mismo diván o cama:
yo que estuve sentado junto a Tebas al pie del muro
y caminé entre los más bajos muertos).
Él otorga un protector beso final
y sale a tientas, encontrando las escaleras sin luz...

Ella se vuelve a mirarse un momento en el espejo,
sin darse cuenta de que se fue su amante:
su cerebro deja paso a un pensamiento a medio formar:
"Bueno, ahora ya está: y me alegro de que haya pasado".
Cuando hermosa mujer desciende a la locura y
da vueltas otra vez en su cuarto, sola,
se alisa el pelo con mano automática
y pone un disco en el gramófono.

"Esta música se deslizó junto a mi por las aguas"
y a lo largo del Strand, Queen Victoria Street arriba.
Ah ciudad de la City, a veces oigo
junto a una taberna en Lower Thames Street,
el agradable gañido de una mandolina
y un estrépito y un charloteo desde dentro
donde los asentadores de pescado vaguean a medodía:
donde las paredes
de San Magnus Mártir contienen
inexplicable esplendor de blanco y oro jónicos.


El río suda
petróleo y alquitrán
las gabarras van a la deriva
con la marea cambiante
velas rojas
anchas
a sotavento, virando en la pesada verga.
Las gabarras barren
troncos a la deriva
por el trecho de Greenwich abajo
más alla de la Isla de los Perros
Ueialala leia
Ual-lala leialala

Elizabeth y Leicester
dando a los remos
la popa tenía forma
de concha dorada
roja y oro
la vivaz hinchazón
onduló por ambas orillas
viento sudoeste
se llevó aguas abajo
el tañer de campanas
torres blancas
Uleilala leia
Ual-lala leialala

"Tranvías y árboles polvorientos.
Highbury me dio el ser. Richmond y Kew
me deshicieron. Junto Richmond levante las rodillas,
boca arriba en el fondo de una estrecha canoa".

"Mis pies están en Moorgate, y mi corazón
bajo mis pies. Después del hecho
el lloró. Prometió `empezar de nuevo´.
Yo no dije nada. ¿Qué me iba a parecer mal?"

"En las Arenas de Margate.
No puedo relacionar
nada con nada.
Las uñas rotas de manos sucias.

Mi pueblo humilde pueblo que no espera
nada"
la la

A Cartago llegué entonces

Ardiendo ardiendo ardiendo ardiendo
Oh Señor Tú me arrancas
Oh Señor Tú me arrancas

ardiendo


Thomas Stearns Eliot

"La tierra baldía"

En su poesía Eliot ha recorrido un camino, que en el siglo XX, condujo al hombre de Occidente a una necesidad de creer, sin certidumbre ni esperanza. El anhelo de los hombres huecos. Dios, que estuvo entre nosotros, no volverá. También nosotros desconocemos nuestro ser o si, acaso, somos. Nada parece ofrecernos salvación. Vivimos y habitamos un mundo sin Dios, sin libertad, sin amor. Somos el hombre de la edad de la miseria, sin ayer ni mañana.